Textos
Oriol Vilapuig
Valentín Roma, enero 2000



Del mismo modo que Borges reducía el espectro de los humanos a dos categorías: platónicos y aristotélicos; también pueden distinguirse dos tipos de artistas: aquellos que necesitan construir un espacio creativo delimitado y arquetípico, un lugar sobre el que proyectar su imagen del mundo, un territorio distante al que entrar y salir con la intención de reconocer y reconocerse; y otros que son, ellos mismos. su propio y más irreductible tema, artistas, éstos últimos, que parecen impulsados por una potencia germinal e íntima, que viven como persiguiendo los sobresaltos de su subjetividad.

Dos tipos de artistas, por tanto, o más bien dos actitudes diferentes: la de mirar hacia fuera y la de observarse hacia dentro. Dos procedimientos estéticos que se reconcilian en la pintura de Oriol Vilapuig hasta formar un auténtico crisol de imágenes, personajes, acontecimientos plásticos y fragmentos de escritura que fluctúan entre la pura introspección y ese escenario ajeno que es la tela.

La obra de Oriol Vtlapuig se nos presenta como una auténtica deriva, una deriva donde cada cuadro supone el encuentro, feliz o exasperado, del alma con la mente, de las palpitaciones desordenadas y caóticas del espíritu con el afán, indómito, de otorgar una forma plástica a estas pulsiones. No hay, en su pintura, una única dirección, un estilo definitivo, por el contrario, se observan una serie de ciclos temáticos que son como reverberaciones anímicas, las cuales apenas se han manifestado por completo vuelven hacia su interior, se repliegan dejando tras de sí una estela de arrebatamiento y autenticidad. Y es que, a pesar de su vigor plástico, de su aspereza, los cuadros de Vilapuig conservan esa particular tensión que sólo tiene lo verdaderamente inapresable, esa resistencia a permanecer que se revela, quizás, como una huida pertinaz del moralismo.

Tras las obras de Oriol Vilapuig se adivina un sentido vasto, global, del arte, una concepción en la que el humor, el escepticismo, la ironía y el entusiasmo son esparcidos generosamente hasta borrar cualquier tipo de límites. Carece la pintura de Vilapuig de parámetros que la acoten, y es en esta ausencia de contornos definidos por donde se abren los caminos que conducen hacia el interior de su trabajo, a su sentido último. Por aquí, por estos retazos de vida que son sus cuadros perfila el artista un posible espacio de libertad que agita la mirada del espectador, la atrapa mediante una extraña forma de empatía, de solidaridad -si puede utilizarse este término-: la reconcilia consigo misma.

Todo lo que se puede decir de la pintura de Oriol Vilapuig está en sus propias obras, no en un más allá difuso e inalcanzable, sino en un más acá inmediato, fugaz e imperecedero. Mirar sus obras es, y no hay que tener miedo a decirlo, un ejercicio de liberación, una propuesta lanzada sobre la tela y cuyo cumplimiento afecta tanto al alma como al pensamiento. Éstas son, pues, rescoldos de un circuito vitalista e inrrospectivo, fragmenros de un estado espiritual que hay que reconstruir o, mejor, que hay que revivir. Porque enrender la pinrura de Vilapuig es, de algún modo, dejarse arrebatar por una serie de impulsos que, sin ser nuestros, pueden llegar a pertenecemos y, también, a definirnos. Por eso para disfrutar de estos cuadros uno debe apropiarse de ellos, tomar la furia de sus personajes como nuestra propia furia, asumir las conrradicciones de sus mitos, ser Courbet, Dreyer, Zurbarán o Picasso, perseguir a ese fauno inquieto que va saltando a través del universo del artista, recorrer, finalmente, sus zigurats de excrementos, auténricas torres de Babel, edificios de adobe y sueño donde parece gestarse una posible utopía escatológica.

Toda la pinrura de Oriol Vilapuig está realizada desde la alteridad y desde un tipo de nomadismo que invita a despojarse del conocimienro anterior y los prejuicios adquiridos, un itinerario que no se formula como un código moral o un recorrido culturalista, sino como una propuesta cargada de rebeldía, de sutil desasosiego, de sensualidad. Sus obras son visiones de lo otro, de todos los otros que habitan en uno mismo, son espectros que ilustran la inquietud del espíritu al atravesar su propio territorio y de cómo, al llegar a la historia del arte, este espíritu se remansa tímidamenre sin detenerse en épocas, temas o géneros.

La historia del arte y la experiencia de ésta se presentan en la trayectoria del artista como un agenre provocador, un desencadenan te de situaciones emocionales y plásticas que derivan hacia otros lugares expresivos. No se trata, por tanto, de una reinrerpretación del pasado, de una revisión erudita, sino de una reacción casi física, un estímulo con el que el pinror construye una especie de memoria mítica y anecdótica, turbia y nítida, brutal y refinada; una memoria que no es de nadie y que, de algún modo, es de todos; una auténrica biografía global a través de la que nos senrimos acogidos en su pinrura. De ahí que cuando Vilapuig represenra a Courbet o a lngres, cuando nombra a Poussin o a Watteau nos habla de sí mismo y también de nosotros, de la fascinación que le produjeron estos artistas, de las paradojas que le asaltaron sus inquietudes, sus vidas, sin embargo, también se refiere a una toponimia de nombres inscrita en nuestro propio pasado, en nuestra colectividad.

De igual forma, los textos que aparecen en los cuadros de Oriol Vilapuig se alejan de la simple significación para convertirse en una escritura plástica, una palabra telúrica por donde se cuela la ironía y donde el pensamienro, ese pensamiento del que la plasticidad de su obra parece alejarse, cobra una dimensión distinta. Son textos que nacen del vigor de las imágenes, que contradicen o amplíanéstas, que despistan o iluminan la mirada del espectador, que surgen en sus lienzos para crear zonas de inflexión. Verdaderas geografías semánticas, se presentan como un secreto en el interior de la tela, una especie de caja negra donde quedan registradas percepciones parciales, deshilachadas contradicciones, dudas que asaltan al artista en su trabajo y que éste- no sólo se resiste a rechazar sino que las incorpora al cuadro ya finalizado.

Por último conviene detenerse, también, en los personajes que pueblan los lienzos de Oriol Vilapuig, en esa microcomunidad de rostros y figuras que son los auténticos habitantes del universo plástico del pintor. Compone, esta galería de artistas resucitados, de faunos escépticos, de monjes ensimismados y de cabezas inclinadas, un interminable friso de fisonomías cambiantes, de imágenes en las que cristaliza esa alteridad que recorre la obra de Vilapuig. Brutales en su expresividad y en su forma de manifestarse, los personajes nacidos de las telas de Vilapuig se articulan alrededor de un posible modelo humano; son artilugios febriles, obsesivos recipientes de existencia que expresan, torrencialmente, el impulso hacia la ensoñación de la vida del hombre. Habitan, estas personificaciones del alma, un espacio inquietante e inverosímil, formado por texturas de color enturbiadas, gestos diluidos en los límites del cuadro, paisajes oníricos y reales, sublimes y escatológicos.

Sin embargo, no es ni en la historia del arte, ni en la palabra escrita, ni en sus sugerentes personajes donde puede hallarse la verdadera dimensión de la pintura de Oriol Vilapuig, una pintura que a pesar de su rotundidad plástica se produce casi como un acto de franqueza, como la confesión apenas sugerida de una sabiduría inmemorial, un conocimiento que pervive de forma secreta en el mundo de la inteligencia, del arte de vivir o del arte simplemente. El misterio de estas obras, su generosa vehemencia, su irresistible belleza, es señalarnos que el abismo más insondable, también el más perturbador, no son los otros, sino nosotros mismos.