En el último ensayo del libro Desnudez, Giorgio Agamben señala una de esas cuestiones que invitan a pensarnos desde fuera, como si el discurso nos estuviese observando. Dice el filósofo italiano que si bien los hombres han reflexionado durante siglos acerca de cómo preservar, mejorar y hacer seguros sus conocimientos, para una ciencia de la ignorancia carecemos aún de los principios más elementales.
Visto desde una perspectiva filosófica, este argumento resulta impecablemente demoledor, ya que advierte sobre cierta querencia del pensamiento hacia sus propios solipsismos, sin embargo, contemplado a partir del territorio de la estética adopta una inesperada debilidad, pues podríamos decir incluso lo contrario, es decir, que durante siglos el arte y los artistas se ocuparon de explorar por dónde se desorganiza el saber, qué formas tenemos para desposeernos de lo que nos asedia, cómo sobrevivimos a nuestras sucesivas pérdidas, atrapados entre la urgencia por conquistar que nos propone lo real.
Desorganizar, desposeer, sobrevivir o, dicho de otra forma, truncar cualquier forma de consenso, sustraerse de los rigores impuestos por la esencialidad, permanecer en medio de aquello que se diluye: he aquí tres marcos, tres gestos a partir de los cuales vislumbramos una posible zona para el no conocimiento, un territorio sobre el cual la ignorancia pueda desenvolverse.
Obviamente, si he aludido a estos tres cortes hermenéuticos es porque a partir de ellos se articula la trilogía Fissures de Oriol Vilapuig, un trabajo que, siguiendo el ejemplo planteado por Agamben, también explora cómo son fracturados los mecanismos del saber, qué pulsiones definen una posición desde la cual mirar o combatir el mundo.
Así, Fissures I (desorganitzar) se despliega en torno a la idea del miedo como potencia transformadora, una especie de marejada que atraviesa violentamente lo visible, mudando la substancia de las cosas.
La mayor parte de trabajos recientes de Oriol Vilapuig participan de este encuadre contradictorio, que es por otra parte, la misma condición de la mirada. Así, no es extraño que los “personajes” que pueblan sus pinturas estén siempre observando o en permanente estado de auscultación, atrapados entre lo que les apremia desde afuera y lo que les asalta desde dentro, atenazados por una especie de erótica quietud, presos de algo parecido al estupor.
El miedo permite imaginar otros posibles órdenes para la realidad, parece decirnos la cita de Emil Cioran que acompaña este políptico, y ese mismo miedo no es sólo nuestro, sino también de las propias imágenes, de las seis imágenes que vemos disponerse aquí, las cuales nos "miran" a la manera de espectros que se adentran y, a la vez, reculan ante su propia condición.
En otro sentido, Fissures II (despossessió) se adentra por ciertas nociones sobre el erotismo relacionadas con la obra de Georges Bataille y, más concretamente, hacia la idea de desposesión, que el pensador francés entendía como una vorágine de los cuerpos caminando hacia lo obsceno.
De algún modo la entrega, ese término al que alude el título de la obra, nace de un impulso escindido, que se debate entre el abandono y la prohibición. De ahí que el pudor, incluso lo puritano, no sólo aparezcan como un reverso para la desnudez sino, sobre todo, como el lugar desde el cual es invocado el erotismo.
"No hay ser sin fisuras", afirmaba Bataille, es decir, no resulta posible abrazar el éxtasis sagrado del cuerpo sin la ansiedad que inocula el deseo, sin la retaguardia a la que nos arroja el pudor, sin la liberación que nos promete lo erótico.
Precisamente esta discontinuidad propia de las pasiones erotómanas, esta fisura ontológica que rasga la experiencia interior, situándola cara a cara con su no saber, con su no ser, es igualmente visible en la forma de configurar todo el tríptico, el cual se sostiene, por así decirlo, a partir de sus propios cortes, sus intervalos, sus silencios y sus fracturas.
Del mismo modo que el miedo desorganiza ciertas lógicas, la interrupción desgarra cualquier posibilidad secuencial, cualquier sentencia o pensamiento. En este sentido, las visiones que constituyen Fissures II muestran, todas ellas, cuerpos que se abren y se cierran, interioridades que se ofrecen y se esconden: parpadeos que dejan tras de sí instantáneas desgarradas por silencios, fantasmagorías acuciadas por sus respectivos "fantasmata", según definía Aristóteles a las imágenes que produce la memoria.
Por último, Fissures III (supervivències) indaga en torno a la idea de la pérdida y sobre la figura de Pier Paolo Pasolini, especialmente acerca del rostro destruido del cineasta a manos de quienes lo asesinaron en la playa de Ostia, la madrugada del 2 de noviembre de 1975.
El propio Vilapuig ha escrito sobre esta cuestión: "Las imágenes que nos muestran el cuerpo sin vida de Pasolini son especialmente duras por el ensañamiento de sus verdugos, como si no hubiesen tenido bastante con su muerte y quisieran borrar su cuerpo desfigurándolo, igual que un gesto de destrucción iconoclasta".
En efecto, la cara "devorada" es un elemento que articula muy poderosamente este políptico, el cual parece seguir, además, el dictum pasoliniano alrededor del cuerpo del hombre como escenario para la rebelión íntima y social. Pero no acaban aquí las referencias cinematográficas. También podríamos referirnos, según ha señalado el mismo artista, al inicio del film Persona de Ingmar Bergman, donde la secuencia de instantáneas heterogéneas suscitan en el espectador un choque visual y psíquico de gran potencia.
En este sentido, la idea de "montaje", que el filósofo Georges Didi-Huberman ha rastreado en Walter Benjamin, Bertolt Brecht y Sergei Eisenstein, entre otros, permite señalar un posible método compositivo para las imágenes y los textos de Fissures, cuyos mecanismos de disociación entre panorámica y detalle, totalidad y fragmento, reconstrucción y cita –ésta última una constante en todo el trabajo– ahondan de manera insistente en la disparidad y el desencuentro como procedimiento de resignificación, nuevamente como un modo de adentrarse a través de lo informe, a lo que carece de forma.
Y es que hay momentos en los cuales el mundo parece mostrar las estructuras taxonómicas que lo ordenan, obsequiándonos con esa epifanía que llamamos lucidez; por el contrario, hay instantes en que el abismo, los sucesivos abismos –por utilizar un término muy del agrado de Cioran– nos proporcionan una justa medida de nuestras incapacidades y de nuestra razón de ser, no obstante, en medio de ambos, a veces simplemente por sentir miedo, por supervivencia o por desposesión, asistimos a la descompostura de lo real, algo que nos invita a pensarnos de otro modo, algo que nos recuerda cómo en el desatino nunca estamos totalmente a solas.