Juan José Gómez Molina advertía en el libro Las lecciones del dibujo que la acción de dibujar nos representa a nosotros mismos en la acción de representar, clarifica los itinerarios de nuestra conciencia, haciéndose evidente ante nosotros mismos: Dibujar es fundamentalmente definir ese territorio desde el que establecemos las referencias. Representar es, por tanto, un acto controlado y difícil de evocaciones y silencios establecidos por medio de signos que somos capaces de descifrar por su preexistencia en la memoria histórica.
OBSESIONES HUMORÍSTICAS
En otras series, tituladas «Desplazamientos» y «Trabajos y días», Vilapuig sedimenta lo íntimo, en un tiempo que está marcado por las migraciones, la incertidumbre y la muerte. Sus dibujos, realizados sin prepotencia, mostrando una dimensión lúdica excelsa, presentan, por ejemplo, un corazón que es tan sólo una línea o el Pteropus, un esqueleto que vuela en la oscuridad. Mantiene su pasión por la literatura, y, así, aparece Ma/one muere, la desértica novela de Beckett, o referencias a los ensayos de Montaigne y los aforismos de Kafka.
Todos hemos tenido que dibujar y seguramente recordamos los esfuerzos infantiles para encajar una figura o para sombrear un cuerpo. En todo dibujo se llega a un punto de crisis, cuando lo visto no corresponde a nada fijado en el papel y, sin embargo, lo que estamos haciendo se torna sumamente interesante. Comprobamos que la mirada y la mano establecen una coordinación extraordinaria; la representación fluye como si no tuviera nada que ver con el orden de lo categórico, e incluso da la sensación de que remite más a todo lo que desconocemos que a aquello que teníamos aparentemente atrapado. «El dibujo -apunta Yves Boneffoy- es en la pintura la mandorla de lo invisible, no la quintaesencia, por suprema que sea de formas inteligibles». Digamos «esa pintura no tiene dibujo», como ya decimos «esas formas carecen de vida». Dibujamos lo que falta acaso porque lo que tenemos no nos satisface plenamente. Sentimos la necesidad de un discurso jubilatorio, de algo que nos entusiasme y aparte del pantano de la mediocridad. Vilapuig dota al dibujo de una soltura completa. Así convierte el territorio asiático en unas manchas de tinta de colores muy diluidas o nos recuerda que las nubes fueron el territorio evanescente en el que comenzamos a imaginar lo que no teníamos al alcance de la mano.
Hace bien Oriol Vilapuig al remitir al libro de Gombrich Art and lIusion, particularmente, al análisis de la sombra producida por figuras geométricas. Podemos retornar de nuevo al origen mítico del dibujo, a ese gesto que intenta atrapar la sombra, ese testimonio de la ausencia que ya he nombrado y que es también deseo del retorno, confianza en que la pasión no puede perderse nunca. La mano tiene su propia sabiduría, como esa mirada que descubre la musculatura del mundo y, al concretarse en el espacio bidimensional, nos revela la extraordinaria experiencia de lo imaginario como un estar corporalmente en lo real.
POR OCULTO E IMPERCEPTIBLE
Este artista que redibuja la firma de Durero convierte la naturaleza en un marasmo de trazos negros que pueden sugerir un árbol en la noche o todo aquello que no somos aún capaces de definir. Su Vanitas no está atravesada de amarga melancolía, acaso porque aprendió en los Aforismos de Zürau que existen tantas' posibilidades de salvación como escondites. «Existe una meta -apunta Kafka-, pero no un camino; lo que llamamos un camino son vacilaciones». Aunque sobre el hombre. reducido a unas líneas esquemáticas, tumbado sobre la cama, se cierne un negro nubarrón. El deseo demencial del arte es el de seguir dibujando lo que pasa, esas raras formas del aire que nadie puede, aunque lo intente gobernar.